
Ayer regresábamos de nuestra gira por el caribe,
pasando justo por la costa norte de Cuba
-a unas 30 millas aproximadamente- entre Pinar del Rio y La Habana. El crucero se detuvo, mientras el capitán anunciaba la causa: habían avistado a unos balseros en una frágil embarcación.
Nos detendríamos y se les daría atención médica, alimentos y agua antes de
llamar al Coast Guard para ser procesados de acuerdo a las leyes de inmigración
de los Estados Unidos. Enseguida una
multitud se dirigió el lado norte donde se divisaban a los dos improvisados
marineros. Sentí un nudo en la garganta
y el flujo de lágrimas irreverentes. Apenado, traté de
serenarme y esconder esos sentimientos reprimidos, pero, para mi sorpresa,
cuando mire en derredor descubrí otros hombres y mujeres, balseros como yo,
llorando ese dolor común que nos unen a todos los cubanos. Una vez que los recogieron, la balsa hecha de poli espuma quedó
a la deriva. Nítidamente se podía ver que llevaban agua, chicharrones de
puerco y algunas galleticas. No lo pude remediar, volví al ver las balsas vacías
ensangrentadas como hace exactamente 20
años y al fin, sin pudor, pude llorar liberando el dolor que llevaba encerrado
por tanto tiempo. Lloré por los padres y los hijos de esos balseros que el mar se tragó y nunca llegaron a tierra. Que en paz
descansen sus almas.
Miami, FL 20 de julio, 2014