AMANECER
Amanece, cuando el sol aún no despunta, y siento el olor de la jiribilla amalgamada con las flores del guayabal de Julio Torres. Me levanto tomando sumo cuidado en no hacer el mínimo ruido. Junto a la mesita del comedor, acompañado por el silencio, echo a andar de nuevo sobre la hierba mojada respirando el aire perfumado de rocío.
En la palmita real, que se distingue desde el fondo de la casa, me detengo a mirar las marcas hechas por mi y otros tantos familiares. Las mas nítidas son corazones de amores olvidados y que el tiempo se empecina en resaltar como talladas en tinta china; otras, son huellas de los certeros disparos de mi tío Rolando que siempre acompañaba con dementes carcajadas al comprobar su milimétrica puntería. Palpo la superficie perforada y, para mi asombro, la percibo fresca y suave como una mejilla adolescente.
Más adelante, formando hileras, están las matas de ciruelas cimarronas enlazadas por herrumbrosos alambres de púas y complacidas de sentir tan cerca la presencia de un viejo amigo. En la cuarta matita pasando la palmita, descubro un nido de palomas rabiche. Su moradora sale disparada ante el intruso que amenaza su reino y surca el espacio buscando auxilio en el infinito. Escalo sobre los alambres y encuentro dos pichones pelones. Se mueven temblorosos de miedo y falta de calor. Les paso mis dedos suavemente por sobre sus tibios cuerpos y al instante dejan de temblar. Han reconocido que soy tan silvestre como ellos, habitantes de un mismo mundo, no un enemigo. Entonces, me dejan acariciarlos ya sin reparos.
De un salto estoy de nuevo sobre la hierba verde líquida. A grandes zancadas alcanzo el pozo que yace debajo del frondoso almendro y próximo al mata de mangos morados, o peludos como los llama mi hermano Víctor. Lo hallo seco, como si el alma se le hubiese escapado. Antes, estaba habitado por guajacones y piedras grises. De niño sentía la tentación de lanzarme dentro del cilindro que formaba, pero la precaución siempre venció a la aventura. Cierro los ojos para convertirlo en lo que siempre fue y va a ser: mi pozo mezclado con hojas secas y guajacones que veloces se acercan a la superficie a comer de mis manos pedacitos de ciruelas; algunos impulsados por las colas y otros por las patitas que pronto los llevarán a la tierra donde morarán el reino de las aguas y de los hombres. Toman su ración y se alejan del grupo para disfrutar su manjar sin ser molestados… un ruido me devuelve a la realidad…
Un perro ladra en una de las casas de Hialeah y me descubro sentado junto a la mesita del comedor. Amanece bajo un cielo gris que no comparto con mi hermano Víctor. Empiezo a sentir ruidos por doquier mientras me quito una lagrima imprudente. Dentro de unos minutes mi espacio estará inundado, pero ya nadie me podrá robar los minutes que he compartido en una dimensión distinta y, en especial, con un niño delgado y de risa bella: mi hermano.
24 de Agosto de 1994
No habia leido este cuento tuyo (o deberia llamarle poema?)pero me encanto; incluso, me hizo un pequeño nudito en la garganta.
ReplyDeleteEn este cuento-poema se refleja muy bien ese mundo interior tuyo que te he comentado y me gustaria ver mas a menudo. Creo que en estos cuentos (vernaculos)tuyos tu voz propia fluye natural y yo como lector me siento muy comodo. Al igual que el cuento anterior, me siento como llevado de la mano. No se como te las arreglas para hacer que todo lo que describes se sienta familiar -aunque uno nunca haya estado ahi.
Braulio