Como cada tarde, justo
antes de caer la noche, sentado sobre el puente y escoltado por su mascota. Por debajo, corrían las líneas del ferrocarril. El lugar algo místico, encantador con su
gran algarrobo florido, justo al lado del puente, cual músico inspirado vibrando sus vainas batidas por el viento. Las dos terminaciones en curvas barrocas donde solíamos sentarnos. Los muchachos de la barriada acampábamos para
escuchar los cuentos de aparecidos de Mario Méndez y reírnos de las peripecias
de Capitán, el perro de patas cortas y pelo negriblanco ralo, que obedecía sin chistar la voz de su
amo, mejor, su amigo.
-Pues sí,
eso pasó por allá por Jagüey Grande…que me trague la tierra si miento… -así comenzaba cada historia. Entonces, sin previo aviso, podía detener la narración, dirigirse a su perro y bien serio preguntarle-¿No es así,
capitán? Quien ladraba y movía su cabeza afirmativamente provocando una sonora carcajada en la muchachada.
Las peripecias de Capitán
eran bien conocidas en el pueblo. Mario
lo hacía pararse en atención en dos patas o girar dando la media vuelta
militar. Siempre llevaba con él dos laticas. Una para darle de comer y otra para
el agua. Pero, a veces, tenían otra función:
eran el "tesoro". Con su voz de locutor de campo, le ordenaba: - Capitán, ese es el tesoro que usted debe cuidar…escuche
bien, nadie lo puede tocar ¿Entendido? El can emitía unos gruñidos de aceptación y, si alguien
osaba acercarse, ladraba enseñándole todos los dientes en tono amenazador. Ahora bien, cuando Mario
daba la orden todo cambiaba – Capitán,
deje que los niños toquen el tesoro- Los gruñidos cesaban, se retiraba y permitía que lo tocaran sin reparo alguno.
Cuando oscurecía, Mario
y Capitán se retiraban a su casita de palma y guano, justo al final del callejón
que nacía pasando el puente. Me parece verlos aún: la figura quijotesca de más
de 6 pies, sonriente y dicharachero acompañado de su gran amigo.
Claro que si...hasta sin cerrar los ojos!
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