No había
dudas que andaba preocupada. Me tomó de la mano y me llevó hasta el brocal del
pozo de 11 varas exactas, hecho veinte años antes en el patio al fondo de la
cocina. Me indicó que me sentara pues tenía que decirme algo muy importante. Pensé en alguna majadería de mi hermano Víctor
o algún otro “chisme” de barrio. Pero no, su rostro iba cargado de preocupación. La ansiedad tocó a mi puerta y sin preámbulos
dije:
-¿Qué pasa
vieja? ¿Alguien te ha hecho algo?
Sonrió - ¿Quién
va a querer hacerme daño si a mí me quiere todo el mundo?
Tata, como la
llamábamos todos, recogía el amor que sembró en muchas décadas de vida ayudando y haciendo el bien al prójimo. Tenía razón,
nadie le deseaba mal y todos la querían. Descarté la idea y presuroso le insistí me
dijera que pasaba.
-Paciencia mi’jo.
No es nada malo.
Se pasó su
mano derecha en forma semicircular alrededor de los labios. Un hábito suyo
cuando ordenaba sus ideas. Me miró a los ojos desde el azul intenso de los
suyos y comenzó.
-
Desde
hace varias semanas, siempre a la misma hora, sobre las dos de la
madrugada, tocan por fuera la pared de madera de mi cuartico –indicó con el
dedo la habitación justo al frente donde conversamos- y llaman por mi nombre…Tata…Tata…
-
¡Que
yo agarre al que te está haciendo eso! La graciecita le va a costar caro.
-
Tranquilo,
Jorgito, no es ninguna maldad de nadie. Escucha y verás.
Prosiguió.
-Pues cada
vez que tocaban la pared y decían mi nombre sentía unos escalofríos que no me podía mover y menos contestar.
Sabiendo
que la vieja no creía en cuentos de
camino, no le temía a la oscuridad, las
ranas o al tenebroso majá de Santa Maria, como la mayoría de los mortales, su confesión esotérica me dejó
boquiabierto. Proviniendo de ella que
nunca le dio crédito a los cuentos de aparecidos que pululaban por la zona de
Campo Florido y todos los pueblitos adyacentes como Las Minas, donde nací y
me crié escuchando miles de historias de espíritus y casas malditas. Ella sólo sonreía
cuando los escuchaba y me decía bajito al oído – Ese cuento lo he oído miles de
veces y siempre le añaden algo – restándole
toda credibilidad. Si, motivos para
preocuparse habían.
-
¿Y
no sabes quién es?
-
Bueno,
al principio tuve dudas, pero ayer tuve la certeza de saber quién es.
-
¿Cómo
es eso? – Pregunté intrigado
-
La
respuesta me la dio Juanito.
Juan González,
conocido por todos como Juanito, era nuestro vecino y primo hermano de mi
abuelo Virgilio. Temprano, diariamente, lloviera o relampagueara, a las 4 de la
mañana ya estaba en camino hacia su finquita para ordeñar sus vacas. El
gobierno le había expropiado las tierras a los campesinos, dejándoles solo 70
cordeles o lo que es lo mismo, una pequeña parcela, que producía más que todas
las tierras intervenidas, llenas de yerba mala y marabú desde que el inepto
Estado se apropió de ellas.
-
¿Vieja,
que tiene que ver Juanito en eso?
-
Pues
ayer por la tarde ya cayendo la noche, cuando Juanito regresó amarró el caballo
a la entrada de su casa, pero no entró, sino vino directo hasta donde yo estaba
barriendo el patio. Después de saludarme y agradecerme por un preparado con
yerbas medicinales que le hice para una inflamación que tuvo en
un pie, se quedó sin palabras. Era evidente, quería decirme algo y no sabía
cómo.
-
Juanito
lo noto preocupado ¿Le pasa algo?
-
Disculpe
usted Tata por mi indiscreción, pero hoy
por la mañana me encontré con una mujer joven, yo diría que una muchacha de
unos 14 años más o menos, justo frente a
la barranca de la casa de Mercedita. Me extrañó mucho ver aquella muchachita a
esas horas por allí, vestida de blanco y con un farol en la mano. Cuando iba
pasando por su lado, me preguntó si yo sabía dónde vivía Tata. Le dije por
supuesto, mientras le indicaba que recién había pasado la casa donde usted vivía –Mercedita
era nuestra vecina inmediata a mano izquierda y Juanito a mano derecha - Entonces me sonrió y me dio las gracias.
-
Vieja
ya me tienes intrigado. No me has dicho quién puede ser.
Tata no acostumbraba a llorar con facilidad. Al mirarla, noté sus ojos bañados en lágrimas. Puse mi brazo sobre sus hombros y le di un beso en su bella mejilla arrugada. Tomó aire, se repuso y continuó.
- Cuando vivíamos en Campo Florido, por allá por Canta Rana. No teníamos luz eléctrica. Llegó mucho después por gestiones del General Rego con el Presidente Menocal. Si mal no recuerdo, Rego fue su jefe mambí en la manigua. El caso es que nos alumbramos con quinqué de mechas y ahorrando el combustible. Consuelo mi hermana era la mayor y yo le seguía. Por ese entonces, después de apagar los faroles y acostarnos a dormir, Consuelo comenzó a levantarse envuelta en la sábana, tomaba el quinqué del cuarto y salía corriendo dormida. El padecimiento de sonambulismo lo tuvo hasta que cumplió los 17 y el tendido eléctrico nos trajo los deseados bombillos incandescentes.
- --- Pero
eso pasó hace más de 70 años…y tía Consuelo murió hace más de un año.
-
Precisamente
mi’jo. Ella murió y recuerda que estuve
enferma en cama y no pude ir al velorio. Desde ese fatídico día, he tenido el pesar de no haberme podido despedir, y eso ha estado martirizando mi consciencia.
La he tenido desde entonces presente con ese gran dolor. Lo curioso es que desde que Juanito me contó su historia cesaron los
golpes en la pared y sus llamados con mi nombre. Inexplicablemente, donde había pesar hay alegría. Ella quiere que sepa que está bien, que me
sigue queriendo como cuando éramos niñas, la perseguía y la abracaba para
detenerla cuando salía corriendo sonámbula. La abrazaba y le decía al oído “no corras más así,
no quiero que te pase nada malo”. Se despertaba, abría los ojos, me daba un beso y decía “no te preocupes mi
hermanita, ya estoy bien”.
-
Mi
vieja cerró sus ojos en el 2008. Veinte tantos años después de esta historia cuando se
acercaba a sus 100 años. Yo tampoco pude despedirme de ella. Me reconforta
pensar que estará jugando con su hermanita Consuelo, rodeada de cariño y
feliz. Eso espero hasta el día que me
una ella y le pueda decir ¡Que abuela más grande fuiste!
-
Jorge me encanto, que bella escritura! - Deborah
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