La recuerdo en pleno sol del mediodía, cubierta por una amplia sombrilla y marcando los pasos con su andar señorial; robando miradas furtivas a los hombres y de envidia a las damas. Rondaba los cincuenta, pero el cutis nacarado, bien atendido y terso, brindaba una lozanía adolescente. El cabello, lacio y entre canoso, solía llevarlo recogido sobre la nuca. Vestía raso encima de las rodillas perfectamente torneadas, ofreciendo un conjunto imposible de olvidar. Su historia no estaba del todo clara. Según algunos, había sido una “mujer de la vida” recogida por Agustín -su marido de muchos años- en uno de sus viajes a La Habana. Otros, decían que era de un pueblo del interior y que de allí huyó por temor a la venganza de un hombre. Lo cierto es que desde muy pequeño supe de su existencia, despertando una inquietud precoz.
A la finca de Agustín Martell se accedía por dos vías. La primera, siguiendo el curso de las líneas del ferrocarril hasta llegar a un camino que nacía al pie de una gigantesca ceiba. La segunda, tomando el callejón próximo al puente que unía la calle principal por sobre una cañada habitada por ánguilas y el misterio típico de los pueblos de campo. Por aquel entonces, mis abuelos y los Martells compartían una amistad de más de cuatro décadas, siendo casi obligado que en cada cosecha alguien de mi familia fuera a recoger la parte que era destinada como presente y que Agustín religiosamente separaba para ese fin. Mi relato comienza con la cosecha de maíz de aquel año. La señora de Martell, Matilde, había pasado por mi casa el día anterior. Pude oír cuando le decía a mi abuela:
“--Oye, viejuca, tienes un saco de maíz tierno en la finca... no dejen de ir a buscarlo mañana... están que se pintan solos para unos buenos tamales... ”
El siguiente día era sábado y no tenía clases en la secundaria. Al amanecer, los rayos del sol penetraban insolentes entre las rendijas de mi habitación. Entre dormido y despierto, sentí a Tata trasteando en la cocina y el inconfundible aroma del café hecho en colador. La vieja entró con una humeante taza y me pidió ir por el encargo. Un episodio inolvidable de mi vida estaba por comenzar.
Tomé la bicicleta y tras unos pedalazos ya bajaba por el callejón lindado a ambos lados por almacigos y ciruelos; los que daban cabida a una infinidad de aves que reconocía ora por su plumaje, ora por su canto o por la forma de construir el nido. La mañana era espléndida acompañada de un cielo azul-limpio de verano. Mi estado de ánimo no podía ser mejor.
Transcurrido unos veinte minutos, ya divisaba el techo del establo de la finca. A unos escasos pies, corría el río Alambique de donde el ganado tomaba el agua y las siembras el baño de los regadíos. En ambas orillas crecía un magnífico follaje de malezas, atejes, coloridas pomarrosas y múltiples enredaderas de flores silvestres.
Antes de entrar, debía safar la talanquera que daba acceso a la finca. Afortunadamente, estaba abierta, por lo que sin desmontarme de la bicicleta salí del callejón y entré al camino por la rampa que conducia directo al establo. La ruedas se deslizaron por inercia mientras controlaba el timón y los frenos hasta casi topar con sus paredes de palma real. Coloqué la bicicleta sobre uno de los postes de ordeño. Dentro, unas vacas se lamían de placer rumiando las pacas de hierba mezcladas con miel de pulga. Miré en derredor en busca del dueño, voceé su nombre para sólo escuchar por respuesta el abigarrado sonido de los animales y el constante tintinear de las aguas al correr por sobre las filosas piedras que permitían un vado de orilla a orilla. Decidí acercarme al río y buscar por los alrededores; esperanzado, a la vez, en hallar alguna pomarrosa madura.
Bien adentro del follaje, me sorprendió ver recostada al tronco de un cedro una sombrilla bien conocida. La hierba del Paral no me dejaba ver el río, por lo que las hice a un lado para permitir una mejor visión. Con el aliento contenido, quedé estupefacto al reconocer el cuerpo desnudo que nadaba sobre las agitadas aguas. No supe que hacer, si echarme a correr o esconderme donde la imprudencia tiene amparo. Pronto se hizo evidente que mi presencia era conocida. Sin dejar de mirame con sonrisa de Gioconda, permitió que el agua le cubriera los senos hasta donde la vista se hace más sensual, para, dueña de la situación, y con efecto calculado, decirme sin rubor:
“--Discúlpame..., es que sentí tanto calor que no pude vencer la tentación de darme un baño. ¿No te embullas?
--Nnnoo, nnoo-- dije con voz temblorosa y todo sonrojado-- la espero en el establo.
--Bueno, ven, ayudame a salir... por favor--
Accedí preso de tanta confusión que no atinaba a articular palabra o movimiento. Por fin, en un impulso de voluntad, logré acercarme lentamente, mientras ella caminaba hacia mí sin descubrir su desnudez. Le extendí mis brazos y, entonces-para sorpresa mía- se irguió sobre las cómplices aguas, dejando que mis ojos se llenaran de su naturaleza. Temblando de pies a cabeza, sentía el sexo palpitar. Tomó mis dedos y los depositó en sus turgentes senos. El deseo venció a la timidez arrojándome sobre ella para quedar prendido a aquel cuerpo de deseo. Impulsada por el demonio, me atrajo más, sellando sus hirvientes labios sobre los míos vírgenes. Su cabellera en desorden acariciaba mi rostro, mientras sus diestras manos hacían crecer el placer del sexo hasta entonces desconocido. Con furia de loba herida, me echó sobre la hierba y a pura dentelladas me sacó los pantalones para apresar en su boca la inocencia de mis catorce años. Gemía poseída por la lujuria, penetraba su cuerpo en el mío al compás rítmico de sus experimentadas caderas; dejaba escapar alaridos de placer y sus dientes no dejaban de buscar mi carne joven. Sentí derramarme cuando ella más esperaba. Presa de insatisfacción, hizo magia con su boca y milagros entre sus manos hasta ver florecer la vida de nuevo. Con ímpetu de amazona cabalgó sobre mí, revoloteando sus bellas posaderas en un remolino delirante. La escena se repitió hasta que nuestros cuerpos extenuados se tendieron sobre la hierba ocultando la jadeante respiración tras los ojos cerrados. Después de un lapso de tiempo inconmensurable, tomó mis manos y dijo:
--Creo que ya podemos ir por el maíz--
Aún tendido, la seguí con la vista mientras iba en busca de sus ropas. Luego, con gráciles movimientos cubrió su intimidad hasta dejar aparecer a la Sra. Martell. Presta, con un gesto me indicó la siguiera hasta el establo. Allí, abrió la puerta del pequeño granero y me señaló el saco repleto de mazorcas destinado a mi casa. Sin cruzar palabras, lo até a la parrilla de la bicicleta y me despedí con un adiós y un ligero movimiento de mano. Ella lo hizo con una sonrisa y enviando saludos para mi familia.
Recorrí el camino de vuelta sin dar crédito a todo lo ocurrido. Al llegar a la casa, mi abuela se encargó de vaciar el saco.
--¡Caramba!... estas mazorcas si están buenas de verdad ¿Qué tú crees mi’jo?
--Vieja, estos tamales me van a saber a gloria. Sin dudas, ¡ No hay maíz como los que siembran los Martells!.
¡Créanme, nunca más he disfrutado tamales como aquellos!
La Habana, Agosto 1987
A la finca de Agustín Martell se accedía por dos vías. La primera, siguiendo el curso de las líneas del ferrocarril hasta llegar a un camino que nacía al pie de una gigantesca ceiba. La segunda, tomando el callejón próximo al puente que unía la calle principal por sobre una cañada habitada por ánguilas y el misterio típico de los pueblos de campo. Por aquel entonces, mis abuelos y los Martells compartían una amistad de más de cuatro décadas, siendo casi obligado que en cada cosecha alguien de mi familia fuera a recoger la parte que era destinada como presente y que Agustín religiosamente separaba para ese fin. Mi relato comienza con la cosecha de maíz de aquel año. La señora de Martell, Matilde, había pasado por mi casa el día anterior. Pude oír cuando le decía a mi abuela:
“--Oye, viejuca, tienes un saco de maíz tierno en la finca... no dejen de ir a buscarlo mañana... están que se pintan solos para unos buenos tamales... ”
El siguiente día era sábado y no tenía clases en la secundaria. Al amanecer, los rayos del sol penetraban insolentes entre las rendijas de mi habitación. Entre dormido y despierto, sentí a Tata trasteando en la cocina y el inconfundible aroma del café hecho en colador. La vieja entró con una humeante taza y me pidió ir por el encargo. Un episodio inolvidable de mi vida estaba por comenzar.
Tomé la bicicleta y tras unos pedalazos ya bajaba por el callejón lindado a ambos lados por almacigos y ciruelos; los que daban cabida a una infinidad de aves que reconocía ora por su plumaje, ora por su canto o por la forma de construir el nido. La mañana era espléndida acompañada de un cielo azul-limpio de verano. Mi estado de ánimo no podía ser mejor.
Transcurrido unos veinte minutos, ya divisaba el techo del establo de la finca. A unos escasos pies, corría el río Alambique de donde el ganado tomaba el agua y las siembras el baño de los regadíos. En ambas orillas crecía un magnífico follaje de malezas, atejes, coloridas pomarrosas y múltiples enredaderas de flores silvestres.
Antes de entrar, debía safar la talanquera que daba acceso a la finca. Afortunadamente, estaba abierta, por lo que sin desmontarme de la bicicleta salí del callejón y entré al camino por la rampa que conducia directo al establo. La ruedas se deslizaron por inercia mientras controlaba el timón y los frenos hasta casi topar con sus paredes de palma real. Coloqué la bicicleta sobre uno de los postes de ordeño. Dentro, unas vacas se lamían de placer rumiando las pacas de hierba mezcladas con miel de pulga. Miré en derredor en busca del dueño, voceé su nombre para sólo escuchar por respuesta el abigarrado sonido de los animales y el constante tintinear de las aguas al correr por sobre las filosas piedras que permitían un vado de orilla a orilla. Decidí acercarme al río y buscar por los alrededores; esperanzado, a la vez, en hallar alguna pomarrosa madura.
Bien adentro del follaje, me sorprendió ver recostada al tronco de un cedro una sombrilla bien conocida. La hierba del Paral no me dejaba ver el río, por lo que las hice a un lado para permitir una mejor visión. Con el aliento contenido, quedé estupefacto al reconocer el cuerpo desnudo que nadaba sobre las agitadas aguas. No supe que hacer, si echarme a correr o esconderme donde la imprudencia tiene amparo. Pronto se hizo evidente que mi presencia era conocida. Sin dejar de mirame con sonrisa de Gioconda, permitió que el agua le cubriera los senos hasta donde la vista se hace más sensual, para, dueña de la situación, y con efecto calculado, decirme sin rubor:
“--Discúlpame..., es que sentí tanto calor que no pude vencer la tentación de darme un baño. ¿No te embullas?
--Nnnoo, nnoo-- dije con voz temblorosa y todo sonrojado-- la espero en el establo.
--Bueno, ven, ayudame a salir... por favor--
Accedí preso de tanta confusión que no atinaba a articular palabra o movimiento. Por fin, en un impulso de voluntad, logré acercarme lentamente, mientras ella caminaba hacia mí sin descubrir su desnudez. Le extendí mis brazos y, entonces-para sorpresa mía- se irguió sobre las cómplices aguas, dejando que mis ojos se llenaran de su naturaleza. Temblando de pies a cabeza, sentía el sexo palpitar. Tomó mis dedos y los depositó en sus turgentes senos. El deseo venció a la timidez arrojándome sobre ella para quedar prendido a aquel cuerpo de deseo. Impulsada por el demonio, me atrajo más, sellando sus hirvientes labios sobre los míos vírgenes. Su cabellera en desorden acariciaba mi rostro, mientras sus diestras manos hacían crecer el placer del sexo hasta entonces desconocido. Con furia de loba herida, me echó sobre la hierba y a pura dentelladas me sacó los pantalones para apresar en su boca la inocencia de mis catorce años. Gemía poseída por la lujuria, penetraba su cuerpo en el mío al compás rítmico de sus experimentadas caderas; dejaba escapar alaridos de placer y sus dientes no dejaban de buscar mi carne joven. Sentí derramarme cuando ella más esperaba. Presa de insatisfacción, hizo magia con su boca y milagros entre sus manos hasta ver florecer la vida de nuevo. Con ímpetu de amazona cabalgó sobre mí, revoloteando sus bellas posaderas en un remolino delirante. La escena se repitió hasta que nuestros cuerpos extenuados se tendieron sobre la hierba ocultando la jadeante respiración tras los ojos cerrados. Después de un lapso de tiempo inconmensurable, tomó mis manos y dijo:
--Creo que ya podemos ir por el maíz--
Aún tendido, la seguí con la vista mientras iba en busca de sus ropas. Luego, con gráciles movimientos cubrió su intimidad hasta dejar aparecer a la Sra. Martell. Presta, con un gesto me indicó la siguiera hasta el establo. Allí, abrió la puerta del pequeño granero y me señaló el saco repleto de mazorcas destinado a mi casa. Sin cruzar palabras, lo até a la parrilla de la bicicleta y me despedí con un adiós y un ligero movimiento de mano. Ella lo hizo con una sonrisa y enviando saludos para mi familia.
Recorrí el camino de vuelta sin dar crédito a todo lo ocurrido. Al llegar a la casa, mi abuela se encargó de vaciar el saco.
--¡Caramba!... estas mazorcas si están buenas de verdad ¿Qué tú crees mi’jo?
--Vieja, estos tamales me van a saber a gloria. Sin dudas, ¡ No hay maíz como los que siembran los Martells!.
¡Créanme, nunca más he disfrutado tamales como aquellos!
La Habana, Agosto 1987
Ekelekuao! Este cuento tiene ese elemento de "lo real maravilloso" tan caracteristico de tus cuentos.
ReplyDeleteEl cuento me agarra a partir del parrafo cuarto. La descripcion es perfecta. Creo que despues se precipita un poco en la descripcion de la "revolcadera" ;-) pero al final vuelve al paso anterior. Hay varios toques de pinceles muy originales y dificiles de olvidar uno de ellos es esa imagen de "cubrio su intimidad hasta dejar aparecer a la Sra. Martell."
No recuerdo haber leido este cuento anteriormente... o si?
braulio