De niño Martí, el héroe protagonista de las aventuras de
mi infancia. De adulto, la quimera del hombre inalcanzable. De él quedó el amor
a Cuba, esa que me duele todos los días.
Me duele Cuba, al ver los balseros en harapos llegar a las playas floridanas con el alma llena de esperanzas, ansiosos de pisar tierra seca para evitar la deportación.
Me duele Cuba, viéndolos deambular por Centroamérica
a expensas de coyotes y pandillas desalmadas que los timarán y violarán a sus
mujeres.
Me duele Cuba, cuando los gobiernos culpan a la ley
de la ilusión –léase de Ajuste Cubano- y no a la dictadura que la provoca. Me duele Cuba, donde miles de cubanos apenas
tienen para comer mientras los noticiarios Orwellianos elogian planes sobre
cumplidos que no se ven en ninguna parte. Me duele Cuba, cuando los tiranos viven en
pomposas mansiones y sus hijos viajan el mundo como millonarios en un país de
miserables.
Me duele Cuba, porque me niego a viajar y verla
destruida, sin pan ni unicornios que labren el futuro. Me duele Cuba, en las
niñas que venden su cuerpo y los padres que alaban su “prosperidad”. Me duele
Cuba, en saber que un megalómano soltó las cercas de Birán para hacer de mi
tierra su coto de caza privado.
Coño, ME DUELE CUBA, cuando escribo y las lágrimas
no me dejan terminar.
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